Ya no había nada que preguntar, nada que entender, nada que aclarar, nada que resolver, nada que explicar”.
¡Estaban listos!
Ambos salieron de sus casas pensando, al parecer, lo mismo, para encontrarse en la solitaria calle de Las Gaviotas, cerca del badén fluvial, frente al colegio de Nuestra Señora de los Dolores, rompiendo el toque de queda que por motivos de la pandemia fue establecido; y bajo riesgo, tal como acordaron por textos telefónicos. Se desconoce todo lo que hablaron, pero, era evidente que la intensidad de sus pasos rumbo al encuentro de mutuo acuerdo bailaba al ritmo de dos corazones que hacía tiempo vivían bajo la apariencia de una amistad forzosamente soportada; se deseaban. Sin entender bien de las oscuridades que el desvarío de las pasiones les podría traer. ¡Estaban listos!
Natalie temblorosa pero decidida, como toda gran mujer, caminaba hacia al encuentro, entre calles solitarias; Daniel, por otra parte con miedo a ser atrapado por la policía, pero "¿Qué me importa", se decía.
Ambos en la calle de Las Gaviotas, se encontraron. Algo tensos. Sus corazones palpitaban. Muy palpitantes, cual dos adolescentes. Aunque pasaban ya los veinticinco, no pudieron realmente decir ni una palabra de aquellas que habían rigurosamente calculado decirse uno a otro cuando iban pasando por aquellos solitarios caminos.
Bajo la lámpara fulgurosa de un poste de luz que se posaba sobre ellos cuando se vieron frente a frente después de tanto tiempo de chateo cibernético, y de saludos de menudeos “amistosos” por las calles y en los colmados; el suave viento movía las ramas de un árbol gigantesco de javilla donde ocultándose un poco de la luz se pararon: sus miradas en lleno, plenas, se encontraron. Ojo a ojo. Ojos con voces estruendosas que no pronunciaban palabras. Tímidas. Las pasiones que encerraban en sus iris, no podía más que delatarlos.
Algo, se veía claro, Daniel J.J. quería decir algo, algo que no podía, pero “Ya no había nada qué preguntar, nada qué entender, nada qué aclarar, nada qué resolver, nada qué explicar”.
¡Solo rendirse! ¡Creo que ella pensaba lo mismo! ¡Exactamente con las mismas palabras! Las palabras que a ninguno les salía de sus labios, eran las mismas que sus ojos uno frente al otro hablaban por sí mismos: “Ya no había nada qué preguntar, nada qué entender, nada qué aclarar, nada qué resolver, nada qué explicar”.
¡Solo rendirse!
Y ella, Natalie Ascona, lo entendió todo, incluso, primero que él en su corazón. Perfectamente; lo reflejó en su mirada como toda mujer enamorada, decidida y rendida. “Estoy lista. Lo que sea que esto vaya a ser. Estoy lista”, pensó.
Y como tal, esperaba que Daniel J.J. lo entendiera. ¡Ella se iba a rendir! Él sabía que tenía que rendirse también, que no había otro camino. Vaciló un momento; cosas de hombres, temor siempre a entregarse, no de palabras como lo había hecho antes, si no con toda el alma, como hace mucho ansiaba su corazón. ¡Solo rendirse! ¡Absolutamente!
¡Morir como un corderito en un solo beso!
Natalie ya casi rendida, entendió la frívola dureza de los hombres para rendirse. Sabía que si él la besaba, era besar para rendirse, no solo para rozar los labios. Tuvo algo de paciencia para con él hasta que ella con valentía procedió, aunque temblorosa: cerró sus ojos.
Él vaciló varios segundos que parecían eternos, pero en un impulso del alma, en un apretón de su espíritu en el pecho, en un respiro hambriento de amor y deseo de entregarse; la entendió. Y levantando las dos manos para tocar sus suaves y tiernas mejillas, mientras ella levantó las suyas, temblando, y las reposó sobre los hombros de él. Entonces por última vez, en milésimas de segundo, mientras Daniel se dirigía a tocar sus labios con los suyos, sintió el alivio del alma de aquellos hombres que finalmente se rinden: “Ya no había nada qué preguntar, nada qué entender, nada qué aclarar, nada qué resolver, nada qué explicar”.
—Esta vez—se dijo a sí mismo—: estoy listo.
¡Solo era la necesidad de rendirse a la que apelan los corazones enamorados!
Y se besaron. Se besaron tan suavemente, tan tiernos, tan lentos, que los latidos en sus pechos superaban con creces la velocidad en la que se movían los músculos de sus labios. No hubo necesidad de ninguna acción, más que la de besarse. Al ritmo del espíritu. Besarse sin miedo a nada en una calle solitaria, el viento suave y fresco moviendo levemente las ramas del árbol de javilla y arrastrando botellas plásticas y las bolsas de papas fritas vacías en las calles. Alguno que otro perro ladrando u otros ruidos propios de los barrios. Pero no sé sabe si esos dos realmente escuchaban algo que no fuera algo más que el chasquido de sus labios entrelazados. No había pasado ni futuro. Solo desaparecerse de sí mismos, olvidarse del maldito amor propio o del "love yourself" para vivir la entrega absoluta en un beso, sin entender bien lo que pasaba, incluso sin preocuparse de lo que podría pasar después de haberlo entregado todo en un beso.
El espíritu que los llevó a besarse fue el mismo que luego los separó. Se dejaron de besar y ni siquiera entendían que era el tiempo, que era un segundo o una hora. Y después de breves miradas, tras el beso, sin decir nada, un poco más conscientes y más agresivos, volvieron a besarse. Esta vez no solo para rendirse, sino también, al parecer para morirse, éxtasis único, no se sabe si ellos habían muerto para el Universo o si el Universo había muerto para ellos.
Yo miraba a la dichosa pareja desde mi ventana en un cuarto piso, fumando un pitillo de Marlboro mentolado. Y puedo decir que sentir el amor aunque sea en los otros, es cosa de Dios. A mis setenta y cinco años solo puedo desearle el bien, así que, les bendije y oré por ellos, diciendo: “Que ese beso dure una eternidad”.
Y fui a ver mi película de vaqueros. Río Bravo, por cierto, de Howard Hawks.