Por: Miguel Contreras
« El mundo en el que tendemos a llevar nuestra segunda vida es un mundo de ciberacoso y difamación».
-Zygmunt Bauman
El lector atento habrá notado que cuando hablamos de acoso y violencia escolares soslayamos el cyberbullyng; esto fue debido al amplio desarrollo que el tema implicaría, dada su importancia y complejidad. Por su auge en los días pandémicos, le dedicaremos este artículo exclusivo. Mi enfoque será, en la medida de lo posible, fenomenológico.
Para empezar, según UNICEF, el cyberbullyng es el acoso o intimidación por medio de las tecnologías digitales; puede ocurrir en las redes sociales, las plataformas de mensajería, las plataformas de juegos y los teléfonos móviles.
Para el Centro de Control y Prevención de Enfermedades, el anglicismo «cyberbullyng» –cuya españolización sería ciberacoso: acoso cibernético, agresión en línea, intimidación, acoso por internet, victimización cibernética– se refieren en esencia a cualquier comportamiento realizado a través de medios electrónicos o digitales por individuos o grupos que comuniquen mensajes hostiles o agresivos destinados a infligir daño o incomodidad.
Esta última definición, por supuesto, me parece la más integradora, ya que destaca varias características importantes del ciberacoso: el componente tecnológico, la naturaleza hostil del acto, y la intención de causar sufrimiento, esto último considerado por la mayoría de los investigadores como crucial para la definición.
La Revista Colombiana de Psiquiatría hace notar que el cyberbullying es más letal que el acoso común, ya que logra mayor intimidación debido a que ocurre a cualquier hora y en cualquier sitio, y ni siquiera se puede ver al victimario. Y sucede que, a diferencia del bullyng que solo se da en la escuela entre compañeritos, el cyberbullyng, desgraciadamente, se presta para que incluso personas (?) mayores, malas, muy malas, ejerzan su diabólica presión contra los niños, jóvenes o adolescentes. Según esta misma revista, el ciberacoso tiene una muy fuerte asociación a ideas suicidas. Y para ilustrar el caso alude a una adolescente que, debido al cyberbullying, de parte de un hombre de 34 años, dos veces intentó suicidarse.
Cito el caso porque me parece de particular importancia, ya que cuando la joven –de 14 años– fue entrevistada, dijo que sentía mucha depresión, mucha preocupación, y muchos deseos de morir. ¡Así de catastrófico es el cyberacoso!
Pero esto solo ilustra de manera somera la gravedad del asunto. Todo el que vive, existe y razona, es consciente de que cualquier tipo de acoso lleva a su víctima a la depresión, y que la depresión fácilmente lleva a su víctima al suicidio; así lo afirma la Revista Científica de Educación y Comunicación, que dice: «el cyberacoso lleva a sus víctimas a experimentar un cuadro depresivo que puede presentarse con otros trastornos, como fobia social, trastorno disocial, bordeline, dependencia a drogas y ludopatía.» También hay evidencia de que la víctima experimenta estrés, humillación, ansiedad, ira, impotencia, incertidumbre o fatiga, y una enorme pérdida de confianza y control en sí mismo.
El problema resulta más grave de lo que parece.
Uno pensaría que, quizás, las personas afectadas por el cyberacoso presentan, previo al acoso, alguna deficiencia psicológica–emocional, pero no. Según las estadísticas, las personas que han caído en depresión aguda y/o han intentado suicidarse, debido al cyberbulling, no tenían antecedentes médicos ni psiquiátricos, lo cual indica claramente que el cyberacoso crea la locura, la desesperación, la irracionalidad, y frustra a su víctima, privándola de sus facultades mentales e intelectuales, mediante las cuales puede negociar de la mejor manera sus ideas. Es un hecho innegable: el cyberacosado es un suicida en potencia, y el cybearcosador un psicópata potencial, por cuanto inhibe su sentido de empatía (si es que tiene).
Todo esto parece una exageración, pero la praxis supera el logos.
Según una encuesta realizada por UNICEF, el 50% de los y adolescentes han sido víctima de cyberacoso, dato del que difiero rotundamente, pues, apoyado en la lógica de cómo funciona la postmodernidad, creo que todo cibernauta en algún momento es acosado, y el 96% de los jóvenes usa internet, la mayoría a diario, y el 83% utiliza las redes sociales, y, además, casi todos tienen un teléfono inteligente.
Y la tendencia crece.
El cyberacoso es tan grave que ha llevado a que algunos países promuevan una ley para la «desintoxicación» de los jóvenes. Esta nueva ley, que en realidad es una extensión de una de 2010 que prohibía el uso de smartphones en clase, establece que ningún estudiante, bajo ninguna circunstancia, podrá hacer uso de un dispositivo móvil ya sea en clase, patios, durante el recreo o descansos, ni en ningún otro lugar de la escuela.
Y es que la única manera de evitar este mal es no usando redes. Pero, seamos realistas, sabemos que eso no es posible, pues tanto para los millennials como para los postmillennials (Generacion Z) –y ni hablar de la Generación Alfa– tener un dispositivo inteligente, ya sea celular o tablet, es casi tan importante como respirar.
Ante esto surge la pregunta: ¿Podría un joven postmoderno alejarse de todo? Claro que no. No puede y no quiere. Y yo creo que tampoco debe, pues si bien es cierto que algunos desaprovechan la internet en dañar a otros, también otros la utilizan para realizar todo tipo de tarea escolar y adquirir todo tipo de información útil. Además, el joven tiene esa necesidad de expresarse, de ser visto, escuchado, –ya lo decía Berkeley, existir es ser percibido– y no es justo que los buenos tengan que cederles la vida a los malos. Porque el mundo virtual es eso: una segunda vida que ocurre en simultaneidad con la real.
En definitiva, el joven de hoy no puede aislarse.
Otrora se creía que si el individuo se alejaba de las masas se libraría de sus vicios y maldades. En Cartas a Lucilio, Séneca pregunta lo siguiente: «¿Qué piensas que debes tratar de evitar sobre todas las cosas?» Y de inmediato responde: «La turba». Y continúa diciendo: «Perjudicial es el tráfico con muchos: cualquiera nos incita al vicio o nos los imprime o sin que nos demos cuenta nos impregna. Allí donde mayor sea la masa en la que nos mezclemos, radica el peligro más grande». No es que nos tiente la antipatía y misantropía, como a Bukowski, pero el estoico tenía razón: una forma eficaz de no ser víctima es alejarse de los posibles victimarios. Pero, lamentablemente, hoy tal cosa es solo una utopía, una utopía en un mundo distópico.
Antes era posible alejarse y librarse del contacto con la gente. Pero ahora incluso si nos alejamos, seguimos en contacto. Como dijo Zygmunt Bauma: «por mucho que podamos estar o sentirnos solos, en el mundo online estamos siempre potencialmente en contacto». Es paradójico, hoy no se puede estar completamente solo, y, al mismo tiempo, se está más solo que nunca.
Se suponía, dice Bauma, que el acceso constante a la red mejoraría la calidad de la integración humana, de la comprensión mutua, la cooperación y la solidaridad, pero ha sucedido lo contrario: ha facilitado prácticas de separación, exclusión, enemistad y conflictividad. Y ahora, en nuestro contexto inmediato, con el inicio de las clases online, ese discurso de odio entre niños y adolescentes ha aumentado de una forma exponencial.
Una pandemia silenciosa, peor que el coronavirus, está matando emocionalmente a nuestros niños, y al parecer ni nos damos cuenta. Ya he dicho que la solución rápida sería dejar de usar redes y evitar el contacto, pero tal cosa es prácticamente imposible. Por lo tanto, los padres, profesores y autoridades competentes, deben prestar especial atención a este problema, y prepararlos para que aprendan a detectar a los malos, y no permitan ningún tipo de conducta tóxica.
Algunas recomendaciones que los expertos dan para evitar ser víctima del cyberbullyng son, entre otras, cuidar la información que se sube a las redes sociales, no dejar que nadie acceda a las cuentas personales, utilizar los mecanismos de reporte de redes sociales y mensajería instantánea si están siendo medio para el ciberbullying, y, por supuesto, bloquear, y no dar el número de celular o WhatsApp a nadie que no sea de absoluta confianza, decirle a los padres y denunciarlo con las autoridades.
Para concluir: hay que apoyar a los niños y jóvenes cyberacosados, y más en esta época donde el internet y las redes son su única ventana de socialización con sus amigos y acceso a la educación. Hay que observar a los cyberacosadores, y ser implacables contra ellos, y, cuando son niños, educarlos en principios de civismo y respeto hacia sus semejantes.