Fernando Hiciano, Gerson Adrián Cordero, Política, Willian Yamil Estevez Peralta

El mal y sus delicias II: Policía no me mates

Por: Enmanuel Peralta


Cuando el crimen está relleno de la levadura de la malicia y de lo demoníaco no hay que ser un intelectual, ni un gurú, ni un profeta para exclamar sobre el país cómo lo hizo Hamlet: “Algo está podrido en Dinamarca”.

  David de los Santos fue detenido por la policía, recibido por el capitán Domingo Alberto Rodriguez Rodriguez, P.N. y por el raso San(o Sari) Manuel Gonzales Garcia. Desapareció, y reapareció dentro de tres días en el  hospital Moscoso Puello. Sin embargo, en el lapso de tres días no reapareció resucitado, sino que, fue devuelto como cadáver. Y no como cualquier cadáver; según reveló  la autopsia, su cuerpo yacía con “contusiones en el pericráneo, hematomas en la región frontal derecha, edema y congestión cerebral, laceración en mucosa del labio superior  y contusión de mucosa  en el labio inferior, hemorragia en la inserción inferior de los músculos esternocleidomastoideos, edema en la cara posterior y tercio superior del esofago, edema pulmonar”. Su rostro quedó desmigajado.  entre otras diabluras que fueron calificadas por el ministerio público como homicidio. 

 En el crimen están imputados los cuatro detenidos que lo acompañaban en la celda,  un tal Santiago Mateo Victoriano, Michael Perez Ramos, Jean Carlos Martinez Pena, y un nacional haitiano Wistel Pier. Pobres chivos expiatorios. 

David fue arrestado por presunta palabra soez y amenazante contra una empleada de una tienda en uno de los centros comerciales más conocidos de la ciudad de Santo Domingo, Ágora Mall. Solo se sabe, perfectamente, que murió a manos de la policía, lo cual no se duda, y tampoco se debe dudar. David de los Santos, estaba bajo la custodia y responsabilidad en el destacamento policial del Ensanche Naco de la Ciudad de Santo Domingo de este infame y pasado 27 de abril. Desde ese día hay un nudo de mentiras y contradicciones. “Ellos (la Policía) le dicen que él está bien, que vayan al otro día para entregárselo, ellos no le dicen que está en el hospital, pero ya él estaba desde la mañana con el médico, pero ellos le dijeron a la familia que fueran en la mañana del día siguiente, en horas en las que el fiscal pueda entregárselo[despachar]”. Siendo esta la primera mentira acuñada por la policía, de paso empezaron mal, pues lo explica mejor de nuevo el poeta inglés: “no quieran penetrar en lo que callan; pues las obras que en mal se principiaron, en el mal prosiguen y allí acaban” [Macbeth, W. Shakespeare]. Lo que se sigue contando sobre el caso, entre paredes y escollos va desatando una hola de contradicciones y nubes negras de mentiras insostenible, desde que le dio “un ataque de la presión”,“un brote psicótico” o el “mañana, y mañana, y mañana”

 En otra de las versiones, ya más “adelantadas” se cuenta que los compañeros de celda fueron los que propinaron la golpiza, de acuerdo a un testimonio escrito por el haitiano, Pier. Bastante dudoso, además de ser un testimonio temerario, ya que pudo haber sido amenazado y torturado para que pronunciara tal declaración.  A medida que pasan los días nuevas versiones  se suceden en la narrativa del hecho, una con más preponderancia que otras pero igual de inconsistentes. Cada abogado cuenta su propia historia y declara a su cliente “inocente”.

 La policía también se defiende a sí misma, a través de sus voceros y comandantes entrevistados,  como la más inocente de todas; tan emblanquecidos de virtud que no admiten ni tan siquiera un error técnico. Al contrario se sienten hasta ofendidos por incriminaciones, a tal punto que muestran sin pudor sus rostros amenazantes a quien dude de su excelsa pulcritud.  

 Sin embargo, la víctima esta ahí, y nadie pondría en duda la capacidad de maldad y brutalidad de los agentes policiales, ya que, los hechos atroces son los que decoran la historia sangrienta de la institución con un rosario de eventos retorcidos y macabros. 

 De hecho, parece que el criterio de selección de sus miembros consiste, estrictamente, en manuales para encontrar maniáticos, hambrientos y deseosos de sangre, encantados de sentir y ver la agonía de sus ciudadanos como deporte propio de la institución. Para tener una idea visual de la institución, sería interesante contemplar el famoso cuadro de “Saturno devorando a su hijo” del pintor español  Francisco de Goya; un dios con las fauces de un caníbal sin piedad en un color contrastado en claroscuro por los trazos del artista. En esa tenue realidad, nuestra institución, no ha demostrado más que su capacidad para masticar salvajemente a su hijo, el ciudadano; no ha pasado más que cinco meses, cuando  la macabra institución le anteceden más de 10  escándalos públicos de  crueles, brutal y satánicos asesinatos de ciudadanos, envueltos en orgías de tiros, palizas y sangre. Esto demuestra su disposición natural de sus agentes para la crueldad; intrínseca a las exigencias de reclutamientos.  De modo que, todo lo bueno, honesto y virtuoso de un nuevo agente, es visto en la podrida institución como un pecado grave, un temerario, digno de hundirlo, de darle de baja, o sentenciarlo a los abismos de la muerte. Porque “los asesinos y desalmados odian a muerte al hombre honrado”(proverbios 29, 10). Es por ello, que muchos de los que piden la entrada para convertirse en un oficial, enajenan su propia conciencia para entregarse a la violencia de forma viciosa y bizarra.  Violencia, especialmente, ejercida contra el ciudadano más indefenso. Según los hechos factuales que yacen en los récords, mientras más inocente es la víctima, más atroz y morbosa debería ser  la escena del crimen cuando  lo despiden de este mundo. 

  San Agustin expone en su “Ciudad de Dios” que la única diferencia entre una institución del estado y una pandilla de malhechores, es el derecho. Pero que si la ley y el derecho se pervierten, ya no existe ninguna diferencia. Lo mismo ha estado de pervertida nuestra mencionada institución, sin poderse diferenciar en lo absoluto de una oficina de sicarios. 

 La policía nacional por ser de fe pública, la mancha del paso cruel de sus andanzas jamás se quitan, como las manchas de sangre que Lady Macbeth veía y no se podía quitar de sus manos por el remordimiento de conciencia de sus crímenes: “All perfumes of Arabia will not sweeten this little hands”[Macbeth act. 5, esc. 1]. 

Tampoco la Policía Nacional ni aunque se bañara en todos los perfumes de arabias  le quitaran el hedor de sus manos bañadas en sangre. “Uno puede sonreír, y sonreír, aun siendo un infame”, repetía Hamlet frente al autor de la muerte de su padre. 

Enmanuel Peralta, desde mi celda.

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